sábado, 7 de abril de 2012

Piano

Cuando le veía tocar sentía cierta envidia. Sus manos no dudaban ni un instante de lo que hacían, sus dedos, ya con visibles signos del paso del tiempo, tenían la agilidad de los de un chiquillo de 20 años. Cuando tocaba recobraba toda su fuerza, aunque al andar por la calle pareciese viejo y frágil. Se veía lo cómodo que se sentía con el piano, y aunque tocase la melodía más difícil de la tierra, sus manos siempre estaba relajadas. Cuando atacaba las teclas parecía que las besaba con la punta de los dedos, las acariciaba aunque estuviese tocando fortissimo. Era la persona más segura del mundo cuando se sentaba en su mullida banqueta de cuero negro. Se colocaba allí, levantaba con sumo cuidado la tapa del piano y paraba unos segundos. Cerraba los ojos, como inspirando las notas poco a poco, como haciéndolas llegar a sus pulmones y repartiéndolas por todo su flujo sanguíneo. Y, cuando se decidía, no le tenía miedo al piano. Empezaba a tocar con toda la suavidad o fuerza que quería, con toda la parsimonia o velocidad que exactamente quería. Cuántas veces la hizo llorar y emocionarse al escucharle, y cuantas veces lloró y se emocionó él tocando. 


A veces ella incluso se sentía un poco celosa. Muchas veces pensó que jamás se había fundido con ella como se fundía con su piano. Quería poder llegar a su alma igual que esas malditas notas que le arrancaban su amor y su tiempo. Pero luego le escuchaba tocar para ella y no podía más que amarlos en su conjunto. Él y su música. Sus manos y sus teclas. Su blanco y su negro. 

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