sábado, 24 de noviembre de 2012

Reflejos

Hay un agujero en la cortina. Todas las mañanas me despierta alrededor de las 10.30, porque es la hora a la que la luz me da en los ojos. Respiro hondo, me estiro y abro los ojos despacio, recreándome en la tranquilidad que siento. No tengo prisa, estoy de vacaciones, tengo todo el día por delante y he dormido muy bien. La ventana da hacia el este, así que la luz sigue desplazándose hacia el lado derecho de la cama según el sol se alza. Me giro en la cama y veo que sigue dormido. Poco a poco el rayo se arrastra de mi lado al suyo. Boca abajo, con los brazos a los lados, con las manos bajo la almohada, el reflejo del sol comienza a trepar por su piel. La sábana blanca le cubre hasta la cintura, así que veo toda su espalda; la postura le marca los músculos de forma sinuosa, y la luz se pasea como si anduviese por un campo lleno de lomas, despacio, con calma; primero sube por su codo, y, poco a poco, va llegando hasta su hombro. Respira con parsimonia, profundo pero apenas perceptible, con un tempo largo como una sonata de Chopin. Contemplo la belleza de la calma durante unos minutos. Debe de sentirse observado, porque al poco tiempo abre los ojos, y con una sonrisa me dice hola. Se despereza estirándose en toda su longitud y me dice que tiene sueño. Le digo que vuelva a dormir y le recorro la espalda varias veces de manera sutil con las yemas de los dedos. Me vuelvo hacia el otro lado para que no me de la luz en la cara y cierro los ojos para intentar dormir un rato más. Al cabo de unos momentos, noto en mi espalda una caricia suave, y la carne se me pone de gallina. Me giro y le veo pegado a mi. Me dice que ya no puede dormir. Buenos días.


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