Clima continental, frío de una mañana de primavera que todavía duda entre el invierno y el verano. De camino allá donde haya que ir, pensando ya en la hora de salida de aquellas obligaciones y el momento de tener tiempo para uno mismo. Viajes en transporte público, donde nadie cruza miradas, donde una palabra dirigida al que va solo resuena con un eco extraño. Hay muchos ojos enrojecidos, no se sabe si por el sueño o por las ganas de llorar. Quizá uno por lo primero, otro por lo segundo, y un tercero por una conjuntivitis. Demasiados ojos rojos, pero ninguno me dirige una mirada.
A la salida del metro, sentada en las escaleras, hay una señora pidiendo dinero. Está envuelta en una túnica estampada de un color marrón muy sucio. Apenas sí se le ven los ojos, pero no importa porque nadie los mira. Es muy gorda, y envuelta en esa mortaja marrón parece una gran mierda. Puede que sea así como se siente al pedir dinero y se haya mimetizado con sus sentimientos. Quizá sea sólo una casualidad. Pero da lo mismo, porque absolutamente nadie le dirige una mirada o una palabra.
Sólo yo la miro y no puedo ver nada en ella, sus ojos no expresan ni un ápice de sus sentimientos, ni siquiera miran a los cientos de personas que se cruzan a escasos centímetros de ella, y de los que espera se apiaden de ella y le den algunos de los céntimos que tanto les cuesta ganar, arrastrándose como muertos vivientes todos los días hasta su lugar de trabajo. Ni siquiera tiene un cartel donde explique por qué está pidiendo una limosna.
Puede que tenga algún tipo de problema que le impida trabajar, puede que tenga siete hijos a los que alimentar, o un padre inválido, o sea una viuda, o una maltratada, o esté en paro, o sea una señora que no tiene ganas de hacer nada y se sienta allí esperando a que los demás la mantengan. No se sabe, cada viandante tiene total libertad para imaginarse la historía que quiera sobre la buena (o no) mujer. Y si esa historia le conmueve, puede ayudarla, o no.
Quizá no sea el primer pedigüeño que se encuentra y decida sólo apiadarse del primero. Porque la piedad tiene un límite, que suele coincidir con las ganas que tenga uno de echar la mano a la cartera. O, por lo menos, eso es lo que parece en las grandes ciudades. Puede que estemos ya insensibilizados, o puede que tengamos los ojos demasiado rojos como para percatarnos de las penurias de los demás.
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