jueves, 15 de octubre de 2015

"El mejor reglamento, que el usuario esté contento"

Empezar un nuevo trabajo me hace repasar mi trayectoria laboral. Recuerdo desde mi primer trabajo como camarera, algo temporal para ganarme un dinerillo y pagar mis caprichos, hasta mi trabajo actual, ahora en el Senado. También influye que el trayecto en transporte público me da mucho tiempo para pensar; aunque vaya leyendo algún libro, muchas veces mis pensamientos van por donde quieren.

Hoy me he acordado de una experiencia que tuve trabajando en el mostrador de atención al usuario en la biblioteca de la universidad. En aquella época trabajaba por las tardes, de 5 a 9, hasta que cerraba la biblioteca. Una tarde tranquila de invierno, bastante oscura ya, vino un señor de alrededor de 50 años, aunque puede que fuera más o puede que fuera menos, nunca he sido muy buena adivinando la edad de las personas. No era el típico usuario de la biblioteca, no parecía un profesor ni tampoco un alumno, aunque hay gran variedad y yo misma he ido a clase con gente de mediana edad, pero no me dio la sensación de ser lo uno ni lo otro. Se acercó un poco tímido hacia mí, que le saludé como a todo el que se me acercaba, para abrir diálogo y ver qué necesitaba. Empezó a darme explicaciones, parecía que justificándose, diciendo que a ver si podía hacerle un favor, que él no sabía utilizar su móvil bien y necesitaba mandar un mensaje. Yo, por un momento, me quedé un poco extrañada y sin saber muy bien qué hacer, ya que no estábamos allí para ese tipo de consultas, pero enseguida me recompuse, aparté mi lado de trabajadora y como tampoco estábamos muy ocupados en el mostrador, le ayudé como si me lo hubiera pedido una persona cualquiera en la calle. El mensaje que quería que le escribiese, que fui transcribiendo según él me iba dictando, era de carácter serio, incluso con un tono de enfado, dirigido a su padre. En esos momentos me sentí incómoda, pues era como si no estuviera respetando la intimidad de una conversación importante y dolorosa entre dos personas. Por otro lado, también sentí pena, se me hizo muy extraño ver a un adulto desvalido, primero por no tener una destreza que hoy en día es bastante básica, y segundo por tener un problema con su padre casi como si fuera un adolescente. Me dieron ganas de apartarme de él para darle su intimidad, pero también de darle un abrazo. No sé muy bien por qué me hizo sentir tanto, quizá estaba en un día particularmente sensible, pero así fue.

Cuando terminé de escribirle el mensaje y enviarlo, le devolví el móvil y él me dio las gracias varias veces. Se marchó y yo me quedé con una sensación de desazón en el cuerpo. Aunque no había mucho trabajo tenía cosas que hacer, así que me marché del mostrador al depósito de fondo especializado a colocar los ejemplares que habían devuelto a lo largo de la tarde. Estuve un rato allí, disfrutando de la paz y el silencio que suele haber mientras hacía mi trabajo e intentaba quitarme de la cabeza el mensaje que me había dictado el hombre.

Siempre me encantó bajar al depósito. Es una sala rectangular enorme, con cientos de estanterías colocadas como fichas de dominó. Al principio de trabajar allí me perdía entre las estanterías buscando un número de la CDU para colocar el ejemplar que correspondiera, y daba más vueltas que una veleta, pero conforme avanzaron las semanas empecé a tener un conocimiento espacial bastante preciso, y sabía por qué número empezaban y acababan los pasillos, así que enseguida me situaba. Disfrutaba muchísimo cuando algún usuario despistado y abrumado por la cantidad de números y auxiliares, estanterías y pasillos no era capaz de encontrar el manual que buscaba y me preguntaba. Al momento, me giraba en la dirección correcta y echaba a andar como un autómata, directa al número que buscaba mientras el estudiante (o, en menos ocasiones, el profesor) me seguía y se quedaba maravillado de que encontrara el libro que quería a la primera. Sentía como si fuese la guardiana de los libros, como si estos fuesen parte de mí; conocía el depósito como la palma de mi mano, y me encantaba ayudar a las ovejitas descarriadas. Y el silencio, ese silencio que no hay en ningún sitio más. En ese depósito no había mesas de estudiantes, estas estaban en otras salas, así que lo único que se oían eran pasos cuando había alguien buscando algo, sino ni eso. Nunca olvidaré ese silencio y no dejaré de querer volver a él.

Cuando terminé de colocar todo lo que llevaba en el carrito regresé al mostrador principal. Al llegar, uno de los funcionarios me dio un bollo en su bolsita de plástico, de los que vendían en la máquina expendedora de la entrada. Resulta que el señor del móvil, al salir se sentía tan agradecido que compró el bollo y regresó para dármelo por haberle ayudado, pero como no estaba lo dejó allí para mí. Se me cayó el alma a los pies. No tenía por qué hacer eso, no era necesario, yo sólo quería ayudarle.



1 comentario:

  1. Preiosa narración. Me ha encantado. Cada vez estoy más orgullosa por haberte inculcado ese amor a los libros.

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