martes, 2 de abril de 2013

Fragmentos (IX)


Con una camisa de él, sólo unos botones abrochados, asomada al balcón, allí estaba una mañana de domingo, fumando un cigarrillo al calor de las primeras horas de sol. Apoyada en la fría baranda mientras él seguía dormido, el vello de su cuerpo se erizaba por el viento, que rozaba su piel fluyendo entre los barrotes de hierro fundido. Notaba como la expresión de su cara era triste, con los labios fruncidos, la frente arrugada en gesto afectado, pero mientras él no la viera se permitía esa licencia. Sabía de sobra que él no la quería, o, mejor dicho, sí la quería, pero no de la forma en la que ella le quería a él. Era obvio que sentía aprecio por ella, pero no se entregaba. También sabía que no podía seguir así, conocía esa espiral en la que cada vez perdía más el control y por la que caía sin freno, sin ningún asidero al que agarrarse, cada vez más rápido. Estaba muy a gusto en su compañía pero no había equilibrio entre ellos dos. 

En esos momentos recordaba perfectamente una conversación que habían tenido unas semanas atrás. Ella le preguntó que por qué no podían ser una pareja normal, y la respuesta la dejó helada:
-Mira, te lo voy a explicar con un ejemplo. Es como si a ti te dan un cachorrito muy mono, adorable, al que quieres acariciar y que te gusta mucho, pero al que no quieres llevarte a casa.
Ese gélido recuerdo estaba muy dentro de ella, en un rincón, bien protegido. Sabía que él no quería nada malo para ella, pero, aunque no lo hiciera con mala intención, a veces sus palabras pinchaban en hueso. 

La mañana, que había nacido soleada, empezaba a emborronarse. El cielo se convertía en una gran masa gris, indefinida. Mirando el brillo del sol a través de las nubes, se tocó el cuello, allí donde él la besaba en momentos de pasión. Entre las sábanas afloraba la gran química que había entre ellos, perdidos entre sudor y jadeos. Ese tiempo era como si no existieran las obligaciones, ni la vida cotidiana, ni las preocupaciones. Eran sólo ellos, sin mirar el reloj, enredados el uno en el otro. No tenían necesidad nada más que de sentirse. En ocasiones, ella gemía quedamente un "sí, mi amor"; era como una tregua, en la cama podía llamarle así, sin que él la mirase extrañado o se sintiese incómodo, pues se dejaba llevar, sin pensar, sin juzgar, sin etiquetar. Ella hacía el amor. Él follaba. Sí, había cariño, pero eran cosas distintas.

Ella lo sabía, todo ello lo conocía de sobra, pero eso no hacía que fuese más llevadero. A veces se preguntaba si era comprensiva con los deseos de él, o si simplemente era una cobarde por no imponerse y pedir lo que quería. Otras pensaba de manera directa que era tonta y se odiaba a sí misma. Otras, aceptaba la realidad en la que vivía, disfrutaba de cada momento y se dejaba de comeduras de cabeza. Había días en los que se maldecía por ser mujer y darle tantas vueltas a las cosas; estaba convencida de que él no pensaba tanto, y parecía feliz así. Quizá era una maldición del género femenino el estar siempre atormentada por los sentimientos, propios o ajenos.


Él dormía tranquilo en la cama. Se volvió para observarle. Tenía una expresión de calma en el rostro, casi de felicidad. Probablemente estaba soñando algo agradable. Mientras le veía así, sólo quería hacer algo por él. Cuidarle, mimarle, darle besos, darle caprichos.  Pensó en hacer café, sabía que pronto se despertaría y tener café recién hecho le agradaría. Además, le gustaba el sabor que dejaba en su boca. Miró de nuevo hacia la calle, donde cada vez había más nubes. Ya empezaban a verse transeúntes caminando con parsimonia en su día libre. Envidiaba sus rutinas: sacar al perro, ir a por el periódico, comprar churros para la familia. Mientras pensaba en todo ello, comenzó a chispear. Una gota cayó en su mejilla. La recogió con el dedo y se la llevó a los labios. Sabía a sal.